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Tratado de ambigüedades

Vivimos tiempos modernos, o al menos eso nos dicen. Tiempos en los que nos enorgullecemos de decir que comparten piso, asiento en el autobús o cola en el supermercado un negro y un indio, un blanco y un chino, un cristiano y un musulmán. Se nos llena la boca contando que, en nuestra avanzada sociedad occidental y moderna, ya no se comenta en los portales si el vecino del sexto se ha casado con una mujer o con otro hombre (confiemos en que no proliferen las indiscriminadas bodas con perros o delfines, que se ven en ese que dicen que es el primer país del mundo) y por la calle ya no se mira a aquellos que llevan turbantes, burkas o txapelas. Ahora los ciudadanos del mundo compartimos las calles que nos pertenecen en igualdad de condiciones.

Fuente: lne.es

Vivimos tiempos modernos, o al menos eso nos dicen. Tiempos en los que nos enorgullecemos de decir que comparten piso, asiento en el autobús o cola en el supermercado un negro y un indio, un blanco y un chino, un cristiano y un musulmán. Se nos llena la boca contando que, en nuestra avanzada sociedad occidental y moderna, ya no se comenta en los portales si el vecino del sexto se ha casado con una mujer o con otro hombre (confiemos en que no proliferen las indiscriminadas bodas con perros o delfines, que se ven en ese que dicen que es el primer país del mundo) y por la calle ya no se mira a aquellos que llevan turbantes, burkas o txapelas. Ahora los ciudadanos del mundo compartimos las calles que nos pertenecen en igualdad de condiciones.

Y no parece haber problemas mientras que cada uno asuma claramente lo que es, o lo que pretende ser, y además lo aparente. Las contrariedades suelen presentarse cuando alguno se encuentra en las que la antigua Dirección General de Seguridad de los tiempos del franquismo denominaba situaciones ambiguas. Y ambiguos son, por ejemplo, los transexuales, con cuerpo de hombre y apariencia femenina, o viceversa.

Me ahorro, en beneficio del lector, expresiones poéticas del tipo de «atrapados en cuerpos de hombre» o consideraciones sociológicas acerca de las dificultades que atraviesan en sus vidas diarias, para detenerme en el análisis de aquellas personas que, a mayor abundamiento de padecer una sexualidad que no coincide con su apariencia (ahora ya se puede ser homosexual o heterosexual sin beneficios o agravios legales, pero aún no se puede pertenecer a ese «tertium genus») han cometido el error de infringir la ley hasta el punto de sufrir una pena privativa de libertad.

En España hay, aproximadamente, 8.000 transexuales y, al menos 11 que cumplen condenas en diversos centros penitenciarios a lo largo de la geografía nacional. Y el inconveniente se plantea a la hora de encuadrar a estos internos en los módulos femeninos o masculinos. Supongo que no debo explicarles que una prisión -sin que esto signifique ni una mínima crítica a los funcionarios que desempeñan una labor encomiable intentando salvaguardar la seguridad de unos internos frente a otros- no es el lugar idóneo para ejercitar libremente una opción sexual que me atrevo a calificar de «arriesgada».

El problema parecían solucionarlo tajantemente las circulares 0 y 1/ 2001 de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, que surgieron en lógica respuesta a la lucha del colectivo, y en las que se indicó expresamente que los internos serían clasificados «en función de su identidad sexual aparente». Y sin embargo, no parecen haber servido de mucho. Pese a que en algunos centros, siguiendo la doctrina emanada de las precitadas circulares, se ha encuadrado a cuerpos masculinos con identidad externa femenina en módulos de mujeres, en otros -al menos el centro penitenciario de Villabona y uno de los varios de la provincia de Cádiz- las internas se encuentran en el módulo masculino. Este hecho ha dado lugar a numerosas situaciones de crisis que han desembocado en declaraciones en prensa, huelgas de hambre y solicitudes de traslado que parece acabarán convirtiéndose en auténticos «movimientos migratorios carcelarios».

Los centros penitenciarios argumentan, en apoyo de sus tesis que, para obtener el encuadramiento en módulos masculinos, los transexuales deberían operarse. Quizá, a mi más que humilde entender, un funcionario de instituciones penitenciarias se exceda en sus atribuciones cuando pretende poder decidir sobre si una persona, por el simple hecho de tener que sufrir un tiempo de reclusión, debe o no pasar por un quirófano para disfrutar de unas condiciones de vida dignas durante su internamiento. No obstante, seguro que algunos de los afectados están dispuestos a escuchar sus sugerencias si, quien se piensa capacitado para decidir sobre una intervención quirúrgica en un cuerpo ajeno, colabora «poniendo la mosca», pues no olvidemos que estos tratamientos no son precisamente módicos. Es decir, se les dice que, para que se cumpla lo que ordena Instituciones Penitenciarias deben alterar definitivamente su cuerpo y que no sólo deben adoptar la decisión, sino pagársela como puedan.

Suponemos que los tribunales acabarán, como hacen siempre, dando una solución definitiva a tan polémico asunto, si bien no puedo aventurar cuál será, porque, con independencia de opiniones de personas o colectivos, criterios de profunda dogmática jurídica han de inspirar tan compleja decisión, que sentará las bases de la futura relación entre transexuales y Estado. Acaso la nueva ley de Identidad Sexual que el Gobierno ha prometido aprobar en el primer trimestre de 2006 también colabore en enmendar la situación.

Sin embargo, lo que no podemos negar es que los «ambiguos» siguen y seguirán siendo los principales damnificados en esta sociedad que ya parece admitirlo casi todo. Pero no nos engañemos, eso que pretendemos disfrazar de apertura, de liberalismo, de sociedad evolucionada y transigente, sigue teniendo enormes poros, ciclópeas cavidades por las que se nos escapan situaciones tan dignas de protección como aquellas que nos mostramos orgullosos de exponer como ejemplos de tolerancia. Quizá ese perfecto asenso que pretendemos mostrar descanse sobre un mullido colchón de hipocresía. Quizá, sólo quizá.

Iván de Santiago es abogado y escritor.

 

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